Comentario
La Europa del siglo XVIII era todavía un ámbito esencialmente rural. Según las estimaciones de J. de Vries, sólo el 3,2 por 100 vivía en núcleos mayores de 100.000 habitantes y el 10 por 100, en núcleos mayores de 10.000. Sin embargo, las ciudades experimentaron en este siglo un vigoroso desarrollo. En la Europa central y occidental, el número de las mayores de 10.000 habitantes pasaba de 224 a 364, creciendo en proporción similar a la población que concentraban (de apenas 7,5 millones de habitantes a 12 millones), que crecía así a un ritmo ligeramente mayor que la población total. Se estaba, pues, en la antesala de lo que iba a ser el gran desarrollo urbano posterior, aunque las dimensiones de las ciudades fueran todavía modestas: sólo una cuarta parte de ellas estaba entre los 20.000 y los 40.000 habitantes y no llegaban a la veintena las que superaban los 100.000 habitantes. Londres, próxima al millón de habitantes (concentraba casi el 10 por 10 de la población inglesa), era ya la mayor ciudad de Europa occidental, seguida por París, con cerca de 600.000 (pero con sólo el 2,2 por 100 de la población francesa) y Nápoles, que no llegaba a 500.000 habitantes; Viena, la cuarta en tamaño, superaba ya en muy poco los 200.000 habitantes. Más allá del territorio estudiado por De Vries, San Petersburgo se acercaba a los 150.000 habitantes y Moscú sobrepasaba, quizá ampliamente, los 100.000 al terminar el siglo. Y Constantinopla estaría próxima a los 600.000 por las mismas fechas.
Crecieron especialmente las capitales político-administrativas y las ciudades portuarias (de importante actividad comercial y algunas de ellas con astilleros)- e industriales (a algunos de los viejos centros manufactureros se suman, ya a finales del siglo, otros, ingleses sobre todo, que comienzan a prefigurar la ciudad industrial del siglo XIX); incluso, aunque todavía a muy pequeña escala, el crecimiento de estaciones termales y balnearios (la inglesa Bath es un caso paradigmático) señala la aparición de nuevas funciones urbanas vinculadas en este caso a la explotación económica del ocio y la preocupación por la salud de las capas altas de la sociedad. El fenómeno afectó prácticamente a toda Europa, si bien no con la misma intensidad -hubo incluso casos concretos, precisamente en el área más urbanizada (Países Bajos), de descenso de la tasa de urbanización-, pero fue en Inglaterra donde adquirió mayores proporciones. Con una ausencia casi total de ciudades (si exceptuamos Londres) en el siglo XVI, su evolución económica potenció de tal forma el desarrollo urbano desde mediados del XVII, que en 1800 presentaba una de las tasas de urbanización más altas de Europa (20 por 100 de población urbana), sólo por debajo de las Provincias Unidas (29 por 100) y superando a las demás áreas tradicionalmente urbanas y, especialmente, al área mediterránea, ya definitivamente desplazada de su anterior lugar destacado (conjunto de Italia, 14,6 por 100; España, 11 por 100). Y Francia, con una tasa de urbanización algo inferior al 9 por 100, era aún un país muy ruralizado. El peso de la urbanización se había desplazado a la par que el económico, hacia la Europa del Noroeste.
La inmigración desempeñó un papel clave en la vida de las ciudades. La presencia de inmigrantes se reflejará, por ejemplo, en la peculiar distribución por edades de su población, con tramos centrales más nutridos de lo habitual. Pero también eran menores las tasas brutas de natalidad. Y, sobre todo, las deficientes condiciones higiénico-sanitarias en que vivía gran parte de su población, propiciaban tasas de mortalidad más altas que en el medio rural, tanto en lo referido a la mortalidad infantil (P. Bairoch califica a la ciudad en esta época de cementerio de bebés) como a la adulta. Los saldos vegetativos urbanos solían ser, pues, negativos o sólo ligeramente positivos. Y esto no cambiará, en el mejor de los casos (algunas ciudades inglesas, por ejemplo), hasta finales del siglo XVIII o, más frecuentemente, hasta bien entrado el XIX. Fue, por lo tanto, la inmigración la gran impulsora de su crecimiento. Y una simple interrupción de la corriente migratoria, sin necesidad de que se produjera un éxodo masivo, provocaría el rápido declive de las ciudades al debilitarse sus bases económicas.
No falta, sin embargo, quien ha tratado de invertir los papeles. A. Sharlin, por ejemplo, señaló recientemente que serían precisamente los inmigrantes, débilmente integrados en la ciudad, y más afectados por el celibato y la mortalidad, quienes provocarían el espejismo de un saldo vegetativo negativo, ya que la población urbana estable, por el contrario, lo arrojaría positivo. Las críticas a esta postura no se han hecho esperar, aunque los estudios son todavía fragmentarios. Y así, junto a la constatación de los elevados niveles de la mortalidad urbana -E. A. Wrigley y R Sc. Shofield, por ejemplo, han demostrado que la mortalidad londinense superaba en un 35-40 por 100 a la natalidad, siendo ésta, sin embargo, muy similar a la total de Inglaterra-, se ha señalado la inexistencia de barreras infranqueables para la integración de los emigrantes, y la mayor importancia que en los comportamientos demográficos diferenciales tiene la situación socio-económica que el origen geográfico, por más que muchas veces fueran precisamente inmigrantes quienes nutrieran los grupos más desfavorecidos de las ciudades. De las consecuencias demográficas de esta corriente migratoria, intensificada considerablemente en este siglo con respecto a los anteriores, hablaremos más adelante.